Salvador Martínez Tarín / hablar por no callar

HABLAR POR NO CALLAR

Definitivamente, el ámbito que más se aleja del derecho a la libertad de expresión es la política institucionalizada por los partidos políticos de España. La política del espectáculo.

Salvador Martínez Tarín / hablar por no callar

Sin libertad de expresión no se puede reconocer la democracia como sistema que defiende la soberanía del pueblo y el derecho de este a elegir y controlar a sus gobernantes. En la democracia real se debe reconocer el derecho a la oposición política y promover el debate político como medio para solventar los conflictos en términos pacíficos.

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El sistema democrático confía el acuerdo y el consenso público al criterio de las mayorías como más justa y más ética regla de decisión, sin que esto deba suponer la negación de las minorías, ni la exclusión de ningún ciudadano concreto. La decisión de las mayorías adquiere legitimidad democrática cuando la disidencia y las minorías han sido libres para expresar su oposición, y ha existido la posibilidad de participación de los ciudadanos en la toma de decisiones que interesan a la comunidad.

Partiendo de estas ideas cultivadas en las revoluciones américa y francesa del siglo XVIII, podemos ver la importancia de la libertad de expresión como derecho fundamental para la convivencia, punto clave del pacto social o constituyente. La democracia se construye con todos, incluidos los disidentes, sean ellos de cualquier ideología o credo que quieran, estando obligado el poder democrático a promover, y mantener, un espacio público, analógico y/o virtual, libre, para la disidencia, que siempre habrá de ser no-violenta y pacífica.

Yo no creo que hoy, exista en España, una completa libertad de expresión. Muchos ámbitos de nuestra comunidad quedan excluidos de la eficacia de este derecho, debido particularmente a los múltiples arcaísmos que contiene nuestro código penal, y al discutible desarrollo de la ley de seguridad ciudadana.

Por ejemplo, el rapero Valtronic perseguido en España por los delitos de apología del terrorismo e injurias a la corona, hizo uso de su libertad de expresión versando a su manera, no compartida por la mayoría, su disidencia frente a la monarquía, expresión de oposición a una institución política en términos de grave confrontación. La consecuencia ha sido su exilio a Bélgica, que rechazó su extradición a España por razones obvias, y una persecución judicial internacional que todavía hoy no ha concluido. Tardaremos en saber si este señor era culpable de algo.

Este sería, para mí, un caso claro de limitación a libertad de expresión de la minoría opositora, más grave cuando podemos observar que esa minoría puede ser algún día mayoritaria después de conocidos los últimos despropósitos borbones y, porque solo la expresión de opinión en libertad difunde las ideas o ideologías que se crean en los márgenes del orden político económico, como una alternativa más, en una inevitable espiral continua de transformación del mundo que conocemos, cuyo equilibrio depende tanto de los centros como de las periferias, se entienda o no se entienda. Incluido el factor independentista o ultranacionalista.

Sin embargo, no son un ejemplo los delitos de odio, aunque algunos comentaristas hayan hecho equiparaciones odiosas. En estos comportamientos concurre una infracción penal motivada por prejuicios contra una o varias personas por el hecho de pertenecer a un determinado grupo social. No son manifestaciones de confrontación política sobre instituciones, sino que se ataca a un ciudadano por la atribución de pertenencia a un grupo social (racismo, xenófobia, homofobia y otras desviaciones de la aceptación de la biodiversidad).

Se lesiona la dignidad de la persona porque, o bien se opta por la indignidad propia (un oculto e intenso desprecio por uno mismo y todo su karma), o porque se considera al otro un simple objeto (cosificación), una cosa, a la que se niega la condición de sujeto, para convertirlo en medio para los propios propósitos. Se produce un intento de apropiación de la libertad del otro por el mero hecho de su diferencia. No se está en el ámbito de la política, se está en el ámbito de la convivencia entre seres humanos, y estas conductas son un abuso de dominio que tiende a obtener la sumisión del otro, como lo hizo el esclavismo. Estamos ante un claro instinto animal, que generosamente calificaría de supervivencia, difícilmente conciliable con el concepto de “homo sapiens”.

Definitivamente, el ámbito que más se aleja del derecho a la libertad de expresión es la política institucionalizada por los partidos políticos de España. La política del espectáculo.

Sorprende, porque los políticos españoles han convertido su deber de ejemplo en virtud para la bronca, el insulto y la confrontación fratricida con el adversario político. Tenemos una política que empobrece el debate y extenúa la participación del público. Ningún ciudadano normal puede soportar el nivel de agresividad que los políticos españoles se reparten en el foro público. Es un escandalo por donde lo mires.

No ayudan los periodistas, ni los que actúan como políticos o asesores de políticos, ni los que dirigen medios de comunicación abanderados por intereses de audiencia o de lobbies económicos o políticos. La ética y la comunicación se divorciaron cuando apareció la técnica del “mas-media”, el consumo como fin, acompañado de la sublimación del impacto sobre “opinión pública” como sistema de medición del éxito político.

Nuestros políticos parecen surfistas, deseosos de navegar sobre la cresta de la ola, pero solos, entre ellos, aunque sean de diferente partido, que es lo que menos importa, sin los que representan, que es lo que todos saben porque el vínculo establecido no es directo sino indirecto, como en el peor de los sistemas disimulado por los dictadores, por medio de la pertenencia a un partido político, la adscripción indisoluble a una ideología o un credo profesado por el elector. Una vez elegido, imbuido de soberanía, nuestro político no solo olvida promesas o programas, se olvida de nosotros y se concentra en el combate con los adversarios, incluidos los de su propio partido.

Pero el olvido imperdonable es que la pertenencia al club de la política no les permite promover esos espacios para la disidencia.

Les sobra trabajo con la oposición institucionalizada, confrontar entre ellos en los medios, ¿para qué confrontar con la periferia? con la llamada “sociedad civil”. Mejor gestionar el poder, relacionarse con los fácticos, perpetuar cesantías y puertas giratorias, subvencionar los medios con publicidad, asistir a inauguraciones y hacer de la política una profesión para la subsistencia.

Cierro sin un mensaje para la esperanza, con mis tripas a punto de reventar, no sé si por el temita o por la gripe galopante. Lo siento.

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Salvador Martínez Tarín / hablar por no callar