Salvador Martínez Tarín / Jugando al escondite

JUGANDO AL ESCONDITE

No en vano el dios Hades, el invisible dios olímpico, reina en el inframundo que es el lugar al que van a morir los humanos y del que se obtienen los suspiros y lágrimas que enriquecen el tesoro real.

Salvador Martínez Tarín / jugando al escondite

Siendo niño recuerdo mi afición a esconderme. Tras las cortinas, bajo la cama, detrás del sofá, bajo las faldas de mama. Avergonzado, temeroso y asustado, buscando la sorpresa y la admiración del entorno familiar. Intentando imponer respeto a los otros participantes en la competición física y emocional en la que nos desenvolvemos desde que asomamos la cabeza tras superar el umbral vaginal.

Salvador-Martinez-Tarin-jugando-al-escondite

Me reconozco persiguiendo la invisibilidad perfecta, la desaparición intermitente y a mi capricho, la que protege de los golpes y permite asestarlos con rotundidad cuando se trata de pelear. Con poca edad descubrí el mito de la sabana de invisibilizar. La usaba sistemáticamente de niño para desaparecer, quedando voluntariamente al margen, protegido de los sucesos de la familia y del grupo escolar. Me quedaba paralizado, envuelto en la sábana imaginaria, en la confianza de hacerme invisible, ignorado y presente a la vez, atento a las cosas que sucedían a los demás, pero no a mí, siempre inocente y a salvo de toda clase de consecuencias, exento de responsabilidad.

Intento comprender aquella extraña afición imaginando multitud de causas, desde las más perversas a las meramente biológicas, pasando irremediablemente por las patológicas que se explican en la inconsistencia de mi personalidad.

Una pudiera ser la necesidad invencible de huir de los abrazos poderosos de mujeres cariñosas. Recuerdo los besuqueos y las marcas de carmín en la mejilla que imprimían las amigas, conocidas y parientes lejanas de mis padres. Los cachetes cariñosos y los piropos exagerados dichos en la calle, por educación o amistad, cuando la joven mama sacaba el niño a pasear por el barrio.

A veces, he soñado con Miriam, la adolescente cuyos brazos rodeaban mi cuerpecito de dos años, estrujándolo como si fuera necesario exprimir todo el jugo a una manzana pendiente de madurar. Me despertaba mojado por el sudor y por la incontinencia urinaria que me persiguió hasta que la adolescencia me cambio los humores y las Miriam pasaron a ser objeto de mis pasiones en lugar de carceleros en mis pesadillas.

Otra, de la que no estoy muy seguro, es mi invisibilidad natural para los varones. Patriarcas o en formación. Entretenidos en su competición por la presencia en el mundo. Más o menos condescendientes con los próximos, pero en constante alerta ante el riesgo de invasiones de desconocidos. Permanentemente ignorantes de mis avances, mi crecimiento y mis emociones. Tensos y distantes, como obligados a un cuidado que les enfrentaba al límite de sus facultades sin una clara utilidad que justificara el esfuerzo. Solo fui acreedor de su atención cuando entré en el campo de batalla a combatir por un rango en el orden social.

Ventajas e inconvenientes de ser el primer hijo, primer nieto, primer sobrino, hermano mayor, hijo de primogénitos, único géminis de la familia resultado de un encuentro, en un lugar y en el tiempo, como tantas otras cosas que ocurren y ocurrirán.

El azar me trajo y me llevará. Entretanto, sea cualquiera que sea la causa de mi afición al juego del escondite, hoy sigo queriendo ser invisible. Invisible o impermeable. No sé muy bien. No sé si es mejor estar oculto y que no te vean, o sencillamente ser transparente, ponerse al través, que te resbale que te miren los ojos de las gentes, permaneciendo inmune a la experiencia de los otros percibidos como amenaza existencial.

Es posible que me falte algo o que lo tenga y que no sepa que dispongo de ello. Algo a lo que no sé ponerle nombre, que me impulsa a sumergirme en la ocultación, en el territorio en el que se esconde todo lo oculto, en el que solo se puede encontrar la nada y abunda la oscuridad. Procuro transitar poco tiempo por ese espacio y hacerlo siempre con extremo cuidado, guiado por el miedo como lazarillo que advierte donde se puede tropezar, salvándome de mis contradicciones, de las obsesiones que me asedian sin tregua y del manto tenebroso que recubre lo desconocido y extraño, todo aquello que inquieta porque atenta contra mi seguridad. Me cuido mucho cuando ando entre tinieblas.

No en vano el dios Hades, el invisible dios olímpico, reina en el inframundo que es el lugar al que van a morir los humanos y del que se obtienen los suspiros y lágrimas que enriquecen el tesoro real. Su personificación en Tánatos evoca a la muerte sin violencia y conecta, en una relación de contrarios, con Eros, la personificación de la vida por medio de la sexualidad. Eros y Tánatos son la representación natural de la pulsión entre lo de delante y lo de detrás, entre el amor y la discordia, entre la vida y la muerte, que luchan en un combate sin tregua durante el desarrollo de la personalidad. El problema es saber cuándo concluye ese desarrollo personal. Si en algún momento disminuye la propia observación y se estimula más la comunión con los otros, o si el ensimismamiento primigenio nos persigue hasta que la pulsión de muerte deja de ser una categoría para convertirse en una vivencia existencial. Creo que el factor determinante es el miedo. A más miedo que padezcas más tiempo de desarrollo de personalidad necesitas, llegando al infinito cuando el miedo vaya más allá de la autoconservación y el sujeto se encuentre dominado absolutamente por el enamoramiento propio como única salida del laberinto vital.

Solo hay una cosa que tengo clara, por muy invisible que me sienta, por mucho empeño que ponga en escapar, jamás me librare de la vida ni de la muerte, las dos caras de la existencia que me mueven y me mantienen consciente de la impermanencia mundana y del cambio constante al que se encuentra sometida la Humanidad. De nada sirve ocultarse, solo se puede practicar el valor de la exhibición y mostrarte tal como eres ante los demás.

Autor:

Salvador Martínez Tarín / jugando al escondite